domingo, 11 de noviembre de 2018

Mi padre



    Llego buscando a mi padre, me dijeron que el único lugar donde lo podía encontrar es aquí. Acabo de llegar después de muchas horas de viaje,  una docena en avión, otras tantas en un bus y un par de horas en un barco local después de pasar la noche en casa de un periodista amigo mío. A Janitzio sólo se puede llegar en barco, es una isla en medio del lago Pátzcuaro, aquí vienen familias enteras de poblaciones cercanas y personas de todo el mundo. A este pequeño pueblo de México vienen en el día de los muertos. Su celebración es el día 2 de noviembre y el ritual empieza la noche anterior cuando suenan las campanas. En ese momento los indígenas, rezan sus oraciones en purépecha, su lengua, que igual que la festividad del día de los muertos, han sabido conservar con el paso de los años.

    Es un pueblo mágico, sus calles adoquinadas me llevan a la cima de la isla donde preside un monumento de cuarenta metros dedicado a la muerte. Hay poca luz, el silencio reina a pesar de la multitud de personas que estamos de paso por el monumento camino al cementerio. Los niños van de la mano de sus padres, los ancianos se apoyan en los más jóvenes. Se ha formado una procesión espontanea debido al camino estrecho iluminado por los velones que la mayoría llevamos.

    La entrada al cementerio es tan silenciosa como la peregrinación de unos veinticinco minutos. Hay grandes panteones, tumbas con lápidas en el suelo y simples cruces de madera. La noche se presenta muy fría, llevo una manta para el suelo,  un abrigo, un gorro y unos guantes. La vela la he clavado en la tierra junto a la delimitación visible del ataúd, exactamente como hacen el resto de los invitados a la noche de los muertos. 


   He leído que todas las almas del mundo pueden llegar a este lugar si las invocas con los cantos indígenas, documentados desde hace cientos de años. Llevo algo más de treinta días memorizando el cantico que tiene que atraer el alma de mi padre. Estoy nervioso, faltan unos quince minutos para las doce de la noche, las personas están acabando de situarse. Nos miramos unos a otros sabiendo que todos buscamos lo mismo.  La luna nos acompaña en su cuarto más menudo, las estrellas  son visibles en el cielo completamente despejado. Las caras de unos y otros iluminadas por los velones son tenebrosas, incluso las de los niños da miedo mirarlas. Cuando falten cinco minutos para la medianoche cerraran el acceso al campo santo para que la tranquilidad y la energía sea la necesaria y conectar con las almas que divagan al no haber llegado paraíso en su fallecimiento. Los motivos pueden ser diversos: no haberse  despedido de familiares, tener un aprendizaje sin finalizar, etc.

    Mi padre me visitó en una calurosa noche de 2016, falleció repentinamente y no se pudo despedir de cuatro de sus cinco hijos. Me indico que viniese cuanto antes a esta isla de México. Me despertó  en medio de la noche, se sentó en mi cama calmándome y me explico que llevaba casi tres años intentado comunicarse conmigo, pero que las malas energías de occidente no permitían más. Me nombró la isla una y otra vez hasta que conseguí memorizarla para ir en su búsqueda. Al despertarme por la mañana busque todo lo que pude en internet,  la semana siguiente localice periódicos locales para investigar el deseo de mi padre. Contacte con un periodista especializado que vive a ochenta kilómetros de la isla. Ayer dormí en su casa, me comentó que el cansancio es bueno para que las almas conecten. Estuvimos repasando el protocolo a seguir, la posición del cuerpo de cara a la luna, etc.

     Faltan cinco minutos para media noche,  no hay movimiento de personas, todos estamos preparados para conectar con nuestros muertos, yo con mi padre. Estoy nervioso, me sudan las manos, mi corazón se acelera y tarareo en mi interior los canticos indígenas aprendidos. Repito pausadamente lo aprendido y recitado durante las últimas treinta noches.  Me dormía con la sensación de que mi padre me visitaría, no fue así.

    Las campanas suenan, cierro los ojos, mis manos con la palma abierta encima de mis rodillas sentado en posición india. Para invocar a las almas hay que esperar a que las campanas paren de sonar, noto como una corriente de aire frio me estremece. Mi cuerpo se entrega al momento y noto como el alma de mi padre entra en mi interior. Sin saber cómo, entablamos un dialogo:

-          Te estaba esperando hijo mío.
-          Papa, aquí estoy tal y como me pediste.
-      Es el único lugar del mundo donde podemos mantener diálogos con los mortales, y sabia que tú vendrías. Dile a tu madre que la quiero mucho, que no se culpe, que hizo todo lo que estuvo en su mano. A tu hermana, la que me vio morir, dile que no piense tanto en mí, que se preocupe más de vivir, la muerte le llegará tarde, pero ha de vivir sus momentos. Tus otros tres hermanos pídeles que cuiden a su familia y que no se olviden de su madre. A ti, que has cruzado medio mundo para venir a despedirme, te pido que sigas por el camino de la entrega y el amor. Es lo que me permite viajar al paraíso en paz, tu entrega por los demás es reconocida entre todas las almas hoy presentes. Por eso todo lo  que pidas para los demás se te concederá, siendo la única condición que seas siempre el último. Lo importante, recuerda, es evitar tu protagonismo.

    Me desperté del dialogo de almas a las siete de la mañana, posiblemente por el frio. Recordaba todos los mensajes que debía de comunicar a mi familia. Decidí regresar cuanto antes, pasando a ver a mi amigo el periodista y explicarle lo sucedido.

    Mi camino es el amor y la entrega a los demás.